sábado, 23 de junio de 2012

El reportero (1975)


¿Qué está haciendo Michelangelo Antonioni con la mano derecha? Si no fuera porque no hay tal, parecería que entre los dedos tiene un péndulo, como un zahorí o radiestesista. Pero no, camina concentrado, pensando en el complicado plano secuencia del final de El reportero. Justo a su espalda, suspendida por un ingenioso sistema de railes, está la cámara que ejecutará el plano. Sobre las rejas del ventanal vemos el pie de uno de los operarios que ayudará a crear el efecto. Estamos en las afueras de Vera, población de la la provincia de Almería. Se rueda justo delante de la plaza de toros que, en aquellos años, está en desuso. De hecho la plaza todavía permanecerá más de 20 años en estado semiruinoso, hasta su restauración en 1997. Algunos vecinos de Vera que se han acercado a ver el rodaje, están pasmados ante la concentración extrema de Antonioni.
Después de la Tetralogia esistenziale, como dicen los italianos, y en la cúspide de su fama, Antonioni inicia un periplo que culmina con El reportero. La primera de sus películas internacionales, Blow-Up (1966), consigue un éxito asombroso. Por contra, Zabriskie Point (1970), la segunda, es un sonadísimo fracaso comercial. Además la crítica la muele a palos. Tras el estreno de El reportero Antonioni dice haberse percatado de "la necesidad de salir, a través de los protagonistas de estas películas, del contexto histórico en el que vivo (…), un contexto urbano, civil, civilizado, y entrar en un contexto distinto, como el desierto o la jungla, donde al menos se puede imaginar una vida más libre y más personal, y donde esta libertad puede hacerse efectiva". Y añade, a propósito del personaje que Jack Nicholson interpreta en El reportero: "el personaje del periodista que cambia de identidad para librarse de sí mimo, nace de esta necesidad". Pero este cambio de identidad acabará convirténdose en algo insoportable: "la historia del otro, tan concreta, tan construida sobre la acción, se revela un peso demasiado grande para él". 
Y como este peso no hay quien lo aguante, el reportero se desvanecerá con el propio relato, convirtiéndose en una especie de metáfora del fin del periplo internacional de Antonioni. El director parece haber dejado totalmente atrás la vitalidad pop que consiguió atrapar en el swinging London de Blow-Up. Ahora se dispone a clausurar una época y, para plasmarlo, será necesario un recurso visual poderoso. Algo que perdure en la mente del espectador, como la conclusión de Zabriskie Point y su festival de explosiones a cámara lenta amenizadas con música de Pink Floyd. Pero si aquello era absolutamente trepidante, como una versión cinematográfica del dripping, en este caso se necesita algo bastante más interiorizado. Y de aquí el famoso plano secuencia de 7 minutos, antítesis narrativa del todavía más famoso plano secuencia de 3 minutos con que Orson Welles iniciaba Sed de mal (1958).
Por tanto no resulta extraño que Antonioni esté profundamente enfrascado en  el movimiento de cámara. En cómo pasará del interior de la habitación del hotel al exterior, etc. Además todo deberá tener un tono documental: el coche de la autoescuela, el niño que tira la piedra o el perro que cruza el plano. Los paisanos de Vera que asisten a la preparación del rodaje, y que muy posiblemente son clientes asiduos de ese cine de verano en el que se pueden degustar excelentes tapas que es la Terraza Carmona, no salen de su asombro al ver a Antonioni tan pensativo, remedando los movimientos de la cámara con la mano. Jamás hubieran imaginado que el cine pudiera ser algo tan filosófico.

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