martes, 26 de junio de 2012

El padrino (1972)


En esta foto vemos a dos caballeros con el agua al cuello. De pie, Francis Ford Coppola del que la Paramount no se fía un pelo. Sentado, Marlon Brando, un actor al que la industria ya considera amortizado. En realidad nadie tiene demasiado interés en saber si algún día merecerá la pena nada de lo que dirija Coppola. O si Marlon Brando conseguirá hacer olvidar su fama de excéntrico y, lo que es más importante, si volverá a tener otro éxito en una carrera que ahora se encuentra en un punto bajísimo tras Queimada (1969). Los ejecutivos de Paramunt maldicen el momento en que se les ocurrió ofrecer la dirección de esta película a Coppola. Tan sólo le aguantan porque acaba de ganar un Oscar por el guión de Patton (1970). En cuanto al actor, hay una corriente de opinión bastante generalizada: es un imbécil que ya no sirve ni para parodiarse a si mismo. Y, por si fuera poco, la fotografía de la película juega de forma aberrante con la oscuridad, por lo que Robert Evans, productor ejecutivo de Paramount, dice tras visionar un copión: "¿Qué hay en la pantalla? ¿O es que no me he quitado las gafas de sol?"
El padrino es resultado de un cúmulo de accidentes. Todo empieza porque el escritor Mario Puzo debe dinero y necesita cash. Por éso se dispone a mover un manuscrito que, por otra parte, le parece de lo peor que ha escrito. A pesar de ello, el antes citado Robert Evans de Paramount le ofrece un adelanto de 12.500 dólares. Lo curioso es que la novela se convierte en un best seller y la productora decide hacer una película barata de mafiosos a partir de ella. Pretenden invertir, a lo sumo, un millón de dólares. Entonces alguien tiene la idea de que la película debe "oler a espaguetis" y por éso se necesita un director italoamericano o directamente italiano. El guión se envía a Sergio Leone que, al no saber inglés, le pide a su cuñado Fulvio Morsella que se lo traduzca por encima. Rápidamente llega a la conclusión de que aquello no vale nada y lo rechaza. Rebotado de un lado para otro, el proyecto por fin llega a manos de Coppola que lo encuentra lamentable y está a punto de rechazarlo. Solo lo acabará aceptando para poder hacer frente a sus cuantiosas deudas. Pero tiene claro que aquel best seller es pura bazofia. Está, por tanto, completamente de acuerdo con el autor, Mario Puzo, con quien acabará colaborando en la versión definitiva del guión.
A pesar de todos los pesares, Coppola empieza a encontrar elementos que despiertan su interés, como el acento con que deben hablar los personajes. Por éso graba con un magnetófono al padre de su colega Martin Scorsese. También considera que Marlon Barndo será un Don Vito Corleone inmejorable. Cuando en los estudios ven la prueba que hace el actor, poniéndose unos kleenex en los carrillos para deformar su cara y peinando su rubio cabello con betún oscuro, consideran que alguien debe haberse vuelto loco. Pero éso no es todo, la Asociación de la Amistad Italoamericana que preside el capo Joe Colombo Sr. no ve con buenos ojos la película, lo que no contribuye a ensalzar los ánimos.
Y aquí tenemos a Francis Ford Coppola con 31 años a punto de rodar esta secuencia. Con su director de fotografía, Gondon Willis, ha acordado establecer un diálogo entre luz y oscuridad como metáfora del bien y del mal. Por tanto esta secuencia será particularmente oscura. Willis quiere que la luz que recibe Don Vito Corleone sea cenital, que no siempre se puedan ver bien sus ojos. Marlon Brando, con la boca ahora llena de algodones, farfulla de forma extraña para desesperación de los productores. Esto va a acabar muy mal. La película está condenada al desastre.

lunes, 25 de junio de 2012

El castillo de Fu Manchú (1968)


Caracterizado una vez más como doctor Fu Manchú, el gran Christopher Lee está rodando una dramática escena en el Parc Güell De Barcelona. Estamos en 1968. Entre mayo y julio, Jesús Franco enlaza dos películas que se ruedan tanto en los Estudios Balcázar como en el Parc Güell, se trata de Marquis de Sade: Justine (1968) y El castllo de Fu Manchú. Esta es la quinta y última película en que Christopher Lee encarna al villano creado por Sax Rohmer. Y es la segunda que protagoniza a las ordenes de Jess Franco, tras Fu Manchú y el beso de la muerte que se rueda a finales de 1967, pero que no se estrena hasta el mes de agosto de 1968. Christopher Lee, por tanto, interpreta este film sin saber qué recepción ha tenido el anterior. Una vez más le vemos con su habitual concentración y estilo hierático. Estilo que adoran los seguidores de sus interpretaciones de la Criatura de Frankenstein o de Drácula.
Un antiguo compañero de Christopher Lee en la RAF, durante los tiempos de la Segunda Guerra Mundial, había adquirido los derechos cinematográficos de algunos personajes creados por Sax Rohmer como Sumuru y Fu Manchú. Se trata del peculiar Harry Alan Towers que, además de dedicarse al cine, parece haber tenido negocios de trata de blancas y haber espiado para los soviéticos. Lo que le acarrera serios problemas en los Estados Unidos. Misteriosamente el expediente que el FBI había abierto sobre sus actividades se canceló, de modo que en el futuro pudo dedicarse tranquilamente a sus películas. Así fue como llamó a su antiguo compañero de armas para dar vida al supervillano oriental.
Las dos primeras entregas de la serie las dirigió uno de los sólidos artesanos que, al igual que Christopher Lee, trabajaban asiduamente para la productora Hammer: el australiano Don Sharp. Sax Rohmer había fallecido en junio de 1959. Por tanto fue un espaldarazo al proyecto que su viuda, Rose Elizabeth, se desplazara hasta Dublín para visitar los lugares en que se rodó El regreso de Fu Manchú (1965), primera entrega de la serie. Chistopher Lee quedó profundamente halagado de que la esposa de Rohmer asegurara que él era "justo como su marido había concebido al personaje".
A pesar de que Harry Alan Towers era un liante y hacía las películas con cuatro duros, aquel Fu Manchú funcionó razonablemente bien, lo que ayudó a que el siguiente, Las novias de Fu Manchú (1966), llegara a la cúspide de valores de producción de la saga. Un año después, cuando la serie cae en manos de Jesús Franco, la cosa está a punto de desmadrarse. Por motivos económicos, pero también creativos. Jess no dejará pasar la oportunidad de introducir cangaceiros y otras cosas raras en aquellas películas. Él era un fan declarado de los viejos seriales que la Republic había dedicado al pérfido doctor y consideraba que ése era justamente el tipo aproximación que debía hacerse: tan demente como fuera posible. Por tanto, si Fu Manchú tiene un castillo en Estambul, qué mejor que éste sea el Parc Güell de Gaudí. Al fin y al cabo siempre se ha dicho que tiene un aire oriental.
En la fotografía vemos a Christopher Lee en una secuencia especialmente fascinante en la que pretende impresionar a los personajes que interpretan Maria Perschy y Günther Stoll. Aunque ante sus ojos el actor tiene las apacibles casitas de la calle Olot del barrio de la Salut de Barcelona, figura que está ante una monumental presa que, acto seguido, se dispone a hacer picadillo. En realidad las imágenes que usará Jess de la destrucción de la presa pertenecen al film de Ralph Thomas La dinastía del petróleo (1957). Otro actor con menos aplomo que Christopher Lee hubiera sido incapaz de mantener el tipo allí en el pabellón del Parc Güell, emitiendo una de esas miradas que -en palabras de Wodehouse- podrían abrir una ostra a 100 metros de distancia. Es lo que tiene ser descendiente de Carlomagno. Aunque estés en un lugar particularmente bucólico y escuchando el canto de los pajaritos, tu expresión ni por un segundo deja de ser la de un congelador de océanos o un triturador de presas.

sábado, 23 de junio de 2012

El reportero (1975)


¿Qué está haciendo Michelangelo Antonioni con la mano derecha? Si no fuera porque no hay tal, parecería que entre los dedos tiene un péndulo, como un zahorí o radiestesista. Pero no, camina concentrado, pensando en el complicado plano secuencia del final de El reportero. Justo a su espalda, suspendida por un ingenioso sistema de railes, está la cámara que ejecutará el plano. Sobre las rejas del ventanal vemos el pie de uno de los operarios que ayudará a crear el efecto. Estamos en las afueras de Vera, población de la la provincia de Almería. Se rueda justo delante de la plaza de toros que, en aquellos años, está en desuso. De hecho la plaza todavía permanecerá más de 20 años en estado semiruinoso, hasta su restauración en 1997. Algunos vecinos de Vera que se han acercado a ver el rodaje, están pasmados ante la concentración extrema de Antonioni.
Después de la Tetralogia esistenziale, como dicen los italianos, y en la cúspide de su fama, Antonioni inicia un periplo que culmina con El reportero. La primera de sus películas internacionales, Blow-Up (1966), consigue un éxito asombroso. Por contra, Zabriskie Point (1970), la segunda, es un sonadísimo fracaso comercial. Además la crítica la muele a palos. Tras el estreno de El reportero Antonioni dice haberse percatado de "la necesidad de salir, a través de los protagonistas de estas películas, del contexto histórico en el que vivo (…), un contexto urbano, civil, civilizado, y entrar en un contexto distinto, como el desierto o la jungla, donde al menos se puede imaginar una vida más libre y más personal, y donde esta libertad puede hacerse efectiva". Y añade, a propósito del personaje que Jack Nicholson interpreta en El reportero: "el personaje del periodista que cambia de identidad para librarse de sí mimo, nace de esta necesidad". Pero este cambio de identidad acabará convirténdose en algo insoportable: "la historia del otro, tan concreta, tan construida sobre la acción, se revela un peso demasiado grande para él". 
Y como este peso no hay quien lo aguante, el reportero se desvanecerá con el propio relato, convirtiéndose en una especie de metáfora del fin del periplo internacional de Antonioni. El director parece haber dejado totalmente atrás la vitalidad pop que consiguió atrapar en el swinging London de Blow-Up. Ahora se dispone a clausurar una época y, para plasmarlo, será necesario un recurso visual poderoso. Algo que perdure en la mente del espectador, como la conclusión de Zabriskie Point y su festival de explosiones a cámara lenta amenizadas con música de Pink Floyd. Pero si aquello era absolutamente trepidante, como una versión cinematográfica del dripping, en este caso se necesita algo bastante más interiorizado. Y de aquí el famoso plano secuencia de 7 minutos, antítesis narrativa del todavía más famoso plano secuencia de 3 minutos con que Orson Welles iniciaba Sed de mal (1958).
Por tanto no resulta extraño que Antonioni esté profundamente enfrascado en  el movimiento de cámara. En cómo pasará del interior de la habitación del hotel al exterior, etc. Además todo deberá tener un tono documental: el coche de la autoescuela, el niño que tira la piedra o el perro que cruza el plano. Los paisanos de Vera que asisten a la preparación del rodaje, y que muy posiblemente son clientes asiduos de ese cine de verano en el que se pueden degustar excelentes tapas que es la Terraza Carmona, no salen de su asombro al ver a Antonioni tan pensativo, remedando los movimientos de la cámara con la mano. Jamás hubieran imaginado que el cine pudiera ser algo tan filosófico.

viernes, 22 de junio de 2012

Atrapa a un ladrón (1955)


En 1954 Alfred Hitchcock había perdido unos 50 kilos de peso. Esto le permitía, tal como podemos comprobar en la fotografía, una mayor agilidad a la hora de hacerse con un té en este improvisado picnic. Estamos en la Costa Azul, en el rodaje de exteriores de Atrapa a un ladrón. Grace Kelly, la más joven del equipo, es objeto de todas las atenciones. Incluso ocupa la silla de Cary Grant. Desde la distancia Alma Reville parece observar con gran interés a su esposo. ¿Teme que vaya a mancharse? ¿Encuentra excesiva la gentileza de Hitch con su estrella? ¿Y Cary Grant? Aunque cuesta un poco localizarle, podemos garantizar que está detrás de Hitchcock. Le reconocemos por los mocasines y calcetines blancos que luce en esta secuencia.
Atrapa a un ladrón es una película agradable en su conjunto, pero que no afronta ningún riesgo. Incluso obras en general denostadas como Topaz (1969) contienen geniales secuencias y hallazgos visuales -la del hotel de Harlem o la muerte de Karin Dor- aquí inexistentes. Hitchcock se limita a jugar tres cartas para seducir a su público: la Costa Azul, Grace Kelly y el retorno a la pantalla de Cary Grant. La secuencia de créditos confirma lo primero: el escaparate de una agencia de viajes       -presidido por una botella de champagne y las maquetas de un transatlántico y de la Torre Effiel- invita a tomar unas vacaciones en Francia, concretamente en la Costa Azul. Atrapa a un ladrón es, por tanto, lo más parecido a unas vacaciones virtuales. Algo que queda subrayado por una vistosa fotografía panorámica realizada con el sistema de alta resolución VistaVision que los ingenieros de Paramount acababan de desarrollar. 
Pero, por encima de su aspecto turístico, el motor de la película está en la pareja protagonista: Grace Kelly y Cary Grant. Ella, desde Crimen Perfecto (1954) se ha convertido en la actriz ideal de Hitchcock. Y el director se ha hecho una idea muy precisa de cómo debe mostrarla. De ahí las esmeradas indicaciones con las que encarga su vestuario a Edith Head. En cuanto a Cary Grant, el reto es singular, ya que el actor ha anunciado que abandona el cine. Incluso ha rechazado protagonizar, entre otras, Vacaciones en Roma (1953), Sabrina (1954), Ellos y ellas (1955) y El puente sobre el río Kwai (1957). Pero Hitchcock se presenta en Palm Springs y le convence.
Tal es el esmero con que se envuelve a los actores, y en particular a Grace Kelly, que uno de los aspectos más llamativos de Atrapa a un ladrón es el vestuario que se crea para ella. Cada uno de los modelos está pensado para apabullar a la audiencia. Hasta el punto de que la escena que parece interesar más a Hitchcock, según testimonio de Edith Head, es la del baile de disfraces en la que la actriz aparece con un descomunal vestido dorado. El vestido tiene que ser especialmente aparatoso, ya que el baile de disfraces en su conjunto es una completa exageración. Incluso una reseña del New York Times del 5 de agosto de 1955 insinúa que el mismísimo marqués de Cuevas se pondrá verde de envidia al verlo.
Todo parece ideado para mayor realce de Grace Kelly. Incluso el haber recuperado a Cary Grant, que, aparentemente, es el actor con el que Hitchcock se siente más identificado. Por tanto, esta foto resulta bastante elocuente sobre el lugar central que la actriz ocupa en Atrapa a un ladrón. Señalemos que Cary Grant, durante el rodaje en la Costa Azul y posiblemente para complacer a su esposa Betsy Drake -molesta con su retorno al cine-, se instaló en el Hotel du Cap Eden Roc en Antibes. Hitchcock, Alma Reville y el resto del equipo se alojaron en el Hotel Carlton de Cannes. En cuanto a Grace Kelly y su pareja de la época, Oleg Cassini, optaron por una villa. Una medida prudente visto el flujo de atracción que se había creado entre ellos.

jueves, 21 de junio de 2012

Los Tenenbaums. Una familia de genios (2001)


En la foto vemos como Gwyneth Paltrow y Luke Wilson desprenden esa mezcla de impavidez y concentración que a buen seguro les ha pedido Wes Anderson. En el fondo, Gene Hackman y Ben Stiller parecen estar enfrascados en una conversación. Hackman, que se ha quitado la vistosa chaqueta a rayas y las gafas que ayudan a dibujar el personaje de Royal Tenenbaum, parece llevar el guión en la mano. Wes Anderson tiene la vista perdida en el gún lugar cercano al objetivo de la cámara. Su aspecto es bastante distinto al actual. Ya hace tiempo que ha dejado de usar gafas, luce media melena y no le vemos jamás sin americana. Eso sí, en los rodajes suele llevar el bolsillo de la chaqueta tan atiborrado como el de su camisa.
Los Tenenbaums, según Wes Anderson, tuvo dos motores. Primero, contar la vida de un grupo de "personas que aspiran a algo que está más allá de su alcance". Y segundo, hacer una película de Nueva York. Planteado así puede parece una tontería. Pero justamente la gracia de Wes Anderson es construir un minucioso relato a partir de cosas como éstas. Y en esta película da un paso adelante estético que apuntala la pirueta: los planos cada vez tienden más a la simetría, el cuidado por el atrezzo se vuelve obsesivo y la paleta de colores es ya inflexible. Puede seguir pareciendo una tontería y, tal vez por éso, los hipsters suelen destestar a Wes Anderson. Digamos que su tontería es de otro tipo.
Es posible que en esta película haya llegado a la plasmación más nítida de uno de sus temas recurrentes: unos tipos, por más listos que sean, no consiguen que su familia deje de ser desestructurada. Pero creo que el hecho diferencial de Los Tenenbaums radica en lo otro, en la voluntad de hacer una película de Nueva York.
Wes Anderson es de Austin, Texas. Podriamos decir que es un chico de pueblo que se ha forjado una imagen ideal de la gran ciudad. Dice haber visualizado Nueva York a través de las lecturas de J. D. Salinger, Edith Wharton y Scott Fitzgerald. Y también a través de películas que, si exceptuamos las de Scorsese, forman un mosaico de lo más peregrino. De Vive como quieras (1938) a The French Connection (1971). O de La ventana indiscreta (1954) a The Warriors (1979). Sorprendente ¿no? Por ejemplo, La ventana indiscreta es una película cuya acción, en teoría, tiene lugar ven Nueva York, pero se rodó integramente els los platós de la Paramount en Hollywood.
Tras Bottle Rocket (1996) y Academia Rushmore (1998), Wes Anderson va a Nueva York a rodar su tercer largo. Lo hace acopañado por sus colegas tejanos: los hermanos Owen y Luke Wilson. Al igual que sus personajes, es un poco listillo, además de lector asiduo de New Yorker. Por tanto no va a renunciar a dar su particular visión de una ciudad que en realidad desconoce. Así es como su Nueva York en nada se parece a la que nos han mostrado Martin Scorsese o Woody Allen. Al evitar los referentes más reconocibles, prácticamente se inventa el paisaje. 
En la fotografía le vemos pensativo, concentrado. No es de estrañar, ya que Los Tenenbaums es un reto crucial en su carrera. Ya nada volverá a ser lo mismo. Y justamente por éso resulta curioso constatar como, al tiempo que va modelando su particular Nueva York, Wes Anderson reinventa su propia imagen. Ya no le volveremos a ver con este aspecto. A partir de ahora, se parecerá mucho más al Owen Wilson de la película.

miércoles, 20 de junio de 2012

El desprecio (1963)




Qué curiosa fotografía. El único que parece estar pendiente de Jean-Luc Godard es Jack Palance, allí sentado en el Alfa Romeo. Las actrices, Brigitte Bardot y Goirgia Moll, parecen ausentes, ni le miran. Y Michel Piccoli, con su sombrerito, se mantiene en segundo plano. Tal vez a alguien le llame la atención lo que Godard lleva en la mano, supuestamente las 132 páginas del guión. Será por la fama que tenía de pasar de los guiones. A mi lo que más me fascina son los carteles de películas que vemos pegados en la pared del fondo. ¿Están ahí por accidente? ¿Los ha elegido cuidadosamente Godard?
Como en tantas otras ocasiones, Godard en El desprecio nos ofrece cine dentro del cine. Por más que dijera que la novela de Alberto Moravia en que se basa la película no era más que una "lectura para el tren", contenía suficientes elementos que podían resultarle atractivos. Veamos un fragmento del primer capítulo: "Conocí a Battista, un productor cinematográfico, y escribí para él mi primer guión, trabajo que entonces consideré provisional -porque mis ambiciones literarias eran mucho más altas-, pero que, por el contrario, estaba destinado a convertirse en mi profesión. Sin embargo, y al mismo tiempo, mis relaciones con Emilia empezaron a modificarse en el sentido de empeorar. Mi historia empieza precisamente con mis comienzos de guionista y con el primer empeoramiento de las relaciones con mi esposa, dos acontecimientos casi contemporáneos y, como se verá, ligados entre sí con un nexo directo".
Michel Piccoli, tal como se ha recordado en tantas ocasiones, manifestó en el número 632 de Chahiers du Cinéma, que El desprecio era una película de Godard claramente autobiográfica. Para citarlo exactamente, era una obra "autobiográfica de ese momento de su vida: un momento de dolor, de cuestionamiento de si mismo frente al amor, a la literatura, al cine, al dinero". Por tanto no es nada extraño que el propio Godard aparezca en el film haciendo de ayudante de Fritz Lang, o que el operador de cámara sea Raoul Coutard. El simple hecho de que el admirado Fritz Lang se interpretara a si mismo es una declaración de intenciones inequívoca.
Y si hay una voluntad autobiográfica, podemos deducir que los carteles que vemos pegados en ese edificio de Cinecittà, están allí por algo. ¿De qué películas son? El primero, por la izquierda es de ¡Hatari! un film de Howard Hawks que en Italia se estrenó a primeros de diciembre de 1962. El cartel de al lado es de Questa è la mia vita, es decir de Vivir su vida, película del propio Godard estrenada ese mismo año. El tercer cartel, aunque es diferente, vuelve a ser de ¡Hatari! Si nos entretenemos un poco y visionamos El desprecio, hacia el minuto 20 encontramos la escena de esta foto y comprobamos que hay un par de carteles más. Primero el de Vanina Vanini de Roberto Rossellini que en italia se estrenó en 1961 y en Francia en 1962. Por último el de Psicosis (1960) de Hitchcock. ¿Tienen algo en común estas películas? Pues, sí. Todas ellas aparecen el los top ten que Godard confeccionó entre 1956 y 1965. ¡Hatari! ocupa el número 1 de 1962. La número 2 es Vanina Vanini y la 6 Vivir su vida. En cuanto a Psicosis ocupa la octava posición de la lista de 1960. Autobiografía estricta.

martes, 19 de junio de 2012

King Kong contra Godzilla (1962)


Esta interesantísima fotografía nos permite ver como el actor Soichi Hirose, cuidadosamente caracterizado como King Kong, pide consejo a Eiji Tsubaraya, ese genio de los efectos especiales que tanta fama ha conseguido con sus monstruosas creaciones. Aunque Soichi Hirose ha trabajado en grandes películas como Los siete samurais (1954) de Kurosawa, sabe que posiblemente éste sea el papel de su vida. Y justo ahora se dispone a rodar esa escena clave en que acabará estrujando unos cuantos vagones de metro, lo que a la postre hará que la actriz protagonista vaya a parar a la palma de su mano, en claro homenaje al King Kong original. No es de extrañar, por tanto, que Hirose busque el sabio consejo de Tsubaraya. La secuencia será histórica.
Hacia 1960 el gran Willis O'Brien, creador de las momorables secuencias rodadas en stop motion de King Kong (1933), ha tenido una brillante idea. Se le ha ocurrido hacer una pelícucula que se titulará, nada más y nada menos, King Kong contra Frankenstein. Claro está, para la ocasión, la criatura de Frankenstein será gigantesca. Incluso ha imaginado un descomunal combate entre King Kong y Frankenstein por las calles de San Francisco. El productor John Beck se interesa por tan trepidante proyecto y lo mueve de un estudio a otro. El esfuerzo resulta infructuoso. Nadie parece interesado en arriesgar ni un céntimo por una película como ésa.
Pero, casi por sorpresa, llega la oportunidad de relanzar la idea. En 1962 los estudios Toho buscan algo impactante para celebrar que hace 30 años fueron fundados por el magnate del ferrocarril Ichizo Kobayashi. Para la ocasión se considera oportuno recuperar al monstruo Godzilla que ya había protagonizado dos impactantes films en 1954 y 1955. Pero ahora la película no se rodará en blanco y negro, sino en estupendo Eastman Color. Además el formato de pantalla será panorámico: el acreditado Tohoscope. Y para que todo luzca convenientemente, Godzilla necesita un gran adversario. King Kong, por tanto, viene al pelo. Para conseguir los derechos del monstruoso gorila, Toho deberá abonar a RKO la importatísima cifra de 200.000 dólares. Lamentablemente Willis O'Brien, que se ha avenido a sustituir Frankenstein por Godzilla, no verá uno solo de esos dólares.
Como en las anteriores entregas de Godzilla, el director será Ishiro Honda. Y para que todo vaya bien, un monje sintoista oficia una ceremonia de purificación antes del inicio del rodaje. A esta ceremonia asisten los actores Shoichi Hirose y Hauro Nakajima rigurosamente enfundados en los atuendos de King Kong y Godzilla que ha diseñado Akira Watanabe. La ceremonia debió ser muy positiva ya que este film de 5 millones de yens de presupuesto, acabó recaudando más de 350.
Ishiro Honda, quiso contratar a Willis O'Brien para que contribuyera al proyecto con sus celebrados stop motions. Pero esa técnica resultaba demasiado costosa y se optó por los actores disfrazados. Así es como vemos a Shoichi Hirose formulando unas últimas preguntas a Eiji Tsubaraya antes de rodar esa escena clave en la que la estrella Mie Hama, que muy poco después participará en Sólo se vive dos veces (1967), acaba en sus manos. Luego, emulando la famosa secuencia de King Kong en el Empire State, Hirose deberá trepar por el Edificio de la Dieta, el parlamento japonés. No extraña por tanto, que el actor quiera despejar cualquier duda.

lunes, 18 de junio de 2012

James Bond contra Goldfinger (1964)


Aquí vemos a Ken Adam sentado en el set que supuestamente reproduce el interior de Fort Knox, el lugar donde está depositada una parte sustancial de las reservas de oro de los Estados Unidos. Vemos a este genio del diseño de producción un tanto pensativo. Según parece, Albert Broccoli ha quedado decepcionado con este decorado. Con tanto barrote, le parece una prisión para el oro. Finalmente el set se salva gracias a la intervención del director, Guy Hamilton, que no lo encuentra tan mal.
Ken Adam ha empezado a llamar poderosamente la atención con los sets que diseña para Agente 007 contra el doctor No (1962), primera película de James Bond. El film tiene un presupuesto de un millón de dólares. Aunque es relativamente ajustado, si lo comparamos con futuras entregas de la serie, Ken Adam consigue plasmar su personalísimo estilo en espectaculares creaciones. Un par de años después y visto el éxito de las dos películas precedentes, James Bond contra Goldfinger, tiene un presupuesto de 3 millones de dólares. Por tanto Ken Adam tendrá medios más holgados para sus diseños.
Como es habitual, los integrantes del equipo de producción de Goldfinger efectúan los necesarios viajes de localización. Se desplazan hasta Kentucky para ver el auténtico Fort Knox. El teniente coronel Charles Russhon, con quien Cubby Broccoli tiene muy buena relación, colabora por segunda vez en una película de la serie. Russhon ya había negociado con las autoridades turcas el rodaje de Desde Rusia con amor (1963). Ahora, consigue permiso para filmar Fort Knox desde el aire, desde una distancia que se considera prudencial. El equipo de producción allí destacado solo consigue ver el edificio desde el exterior. "Un insulso edifico art deco de los años 20", tal como lo describe Ken Adam.
Según le confesaría cuatro décadas más tarde a su vecino sir Christopher Frayling, Adam quedó muy contento de que no les autorizaran a ver el interior de Fort Knox, ya que éso le permitía diseñar un espacio absolutamente imaginario. Para documentarse fue a ver las salas abovedadas del Banco de Inglaterra en las que se guardaban las reservas de oro. Le parecieron excesivamente bajas y poco vistosas. Además los lingotes de oro, debido a su gran peso, estaban apilados en montones poco llamativos. Es así como Ken Adam decide convertir el depósito del oro en algo inolvidable. Se construye, en un plató cercano a los estudios Pinewood, una sala cuya bóveda tiene unos 40 metros de altura. "Lo diseñé como una prisión para oro -dice- con los lingotes apilados tras los barrotes". Concibe el espacio de tal modo que la cámara siempre se mueva entre oro.
En la foto vemos a un Ken Adam pensativo. Tras haber colaborado en ¿Teléfono rojo?, volamos hacia Moscú (1964) de Stanley Kubrick (que había quedado impresionado con los sets de Doctor No), volvía a la serie Bond. Pero Broccoli no parecía muy contento con la peculiar interpretación de Fort Knox. De cualquier modo "el mejor cumplido", según recuerda Ken Adam, llegaría tras el estreno. United Artists recibió unas 300 cartas de ciudadanos estadounidenses indignados con que se hubiera dejado rodar en el interior de Fort Knox. Era inadmisible que un equipo británico hubiera podido filmar en un lugar que era inaccesible incluso para el presidente de los Estados Unidos. Intolerable.

sábado, 16 de junio de 2012

Dos mulas y una mujer (1970)



¿Qué vemos en esta fotografía? Pues al director Don Siegel que, con el guión sobre las piernas, parece escuchar atentamente a su actriz protagonista. Las gafas de sol y la mano prudentemente apoyada en la barbilla, hacen que su expresión sea un tanto impenetrable. Clint Eastwood, en uno de sus gestos característicos, parece estar removiendo una legaña del ojo. Aprovecha la pausa en el rodaje para ponerse por unos momentos su pulcro sombrero y así librarse del mugriento de su personaje. Por su parte Shirley MacLaine, bajo el parasol que le acompañará durante todo la filmación, parece hacer un comentario amable. Tal vez sonríe. ¿Es realmente éso lo que estamos viendo? Y, si nos dijeran que Shirley MacLaine tuvo acojonados a Sigel y Eastwood durante todo el rodaje, ¿cuál sería la imagen real?
Dos mulas y una mujer parte de un guión original de Bud Boetticher, aparentemente escrito en México en 1967. Revendido y reescrito por Albert Maltz, el guión llega a las manos de Clint Eastwood durante el rodaje en Austria de El Desafío de las águilas (1968). Puesto que su compañero de reparto es Richard Burton, Eastwood tiene la idea de ofrecer el papel de la hermana Sara a Elizabeth Taylor que lo rechaza, ya que no le apetece ir a rodar a México y tener que separarse de su marido.
En principio Bud Boetticher había imaginado que la película debía ser protagonizada por Robert Mitchum y Deborah Kerr. En la versión original, tras los hábitos de la monja, se ocultaba una aristócrata mexicana que huía de los juaristas. El nuevo guión convierte a la aristócrata en una prostituta partidaria de los revolucionarios. Y, claro, aquél era un papel perfecto para la actriz que había ganado un Globo de Oro y había sido nominada al Oscar por interpretar a una angelical prostituta en Irma la dulce (1963). Por si fuera poco, Universal Pictures, la compañía productora, acababa de tener un formidable éxito con Noches en la ciudad (1969) con Shirley MacLaine de protagonista. Por tanto no hay ninguna duda, el papel de hermana Sara era para ella.
Desde que Clint Eastwood relanzó su carrera con los tres westerns de Sergio Leone, nunca había tenido que competir por ser cabeza de cartel. Otra cosa es que actores como Eli Wallach, interpretado personajes tan magnéticos como el Tuco de El bueno, el feo y el malo (1966), acabaran robándole la cartera desde el punto de vista interpretativo. Pero éste era un caso bien distinto, Shirley MacLaine ya era una verdadera estrella cuando Eastwood no había conseguido ir más allá de la serie Rawhide.
Sigel y Eastwood, que habían colaborado por vez primera en 1968 en La jungla humana, parecían ser tal para cual. El director de La invasión de los ladrones de cuerpos (1956) y El código del hampa (1964), había sido tan ninguneado como como el propio Eastwood, por lo que parecían predestinados a crear un mito cinematográfico tan perdurable como Harry el sucio (1971). Pero antes tendrían que vérselas con este western que, sin gran disimulo, quería aprovecharse del extraordinario atractivo de los de Leone. Así, no se dudó en encargar la banda sonora al gran Ennio Morricone, que compuso una partitura estupenda. Y el personaje de Eastwood es, punto por punto, primo hermano de los que interpretó en la Trilogía del Dólar.
Aunque Dos mulas y una mujer era en esencia una película de Clint Eastwood, Shirley MacLaine no podía dejar de ser la estrella. Luego, durante los 65 días que duró el rodaje en México, las relaciones personales serían de lo más incómodo. La actriz no tenía ningún problema el levantar la voz a Don Siegel. El director lo pasó fatal. El trato con Eastwood, aunque más moderado, tampoco fue bueno. Para agravar la situación, lo que se rodaba en el estado de Morelos, se enviaba a positivar a California. En consecuencia, los rushes se veían con notable demora. Y cuando Shirley MacLaine comprobó el aspecto que tenía con las pestañas postizas que le habían puesto, su malhumor todavía se hizo más patente. ¡Una monja no podía ir por el mundo con aquellas pestañas!
Don Siegel tuvo que escuchar las amargas recriminaciones que le hizo Bud Boetticher por la burda manipulación del proyecto original. Clint Eastwood se cuidaría muy mucho de que en el futuro ningún nombre hiciera sombra al suyo como cabeza de cartel. Pero antes de todo ésto, hubo un rodaje muy poco agradable. ¿Qué vemos, pues, en la fotografía? ¿Shirley MacLaine realmente sonrie? ¿Sigel y Eastwood están pensando en Elizabeth Taylor?